— Martiiin, ¿vas a ayudarme a hacer la merienda para tus primos? — preguntó su mamá desde la cocina.
El niño científico, que estaba leyendo una revista sobre el cuerpo humano dejó su lectura para ir con ella. Pronto llegarían sus primos Sol y Mateo junto a sus tíos para celebrar la Nochevieja y Martín le había prometido a su mamá que la iba ayudar con los preparativos. Sin embargo, una parte de él quería seguir viendo cosas sobre el funcionamiento del cuerpo humano. ¡Doscientos seis huesos recubiertos por músculos dejaban muchas cosas que aprender!
En la cocina, la mamá de Martín ya tenía los moldes preparados para hacer hombrecitos de jengibre y tortitas. Sobre la mesa también pudo distinguir varios ingredientes como harina, jengibre, mantequilla y huevos. Aún así, había algunos que no estaba seguro de qué podrían ser.
— Lo primero que tenemos que hacer para las galletas es mezclar los ingredientes secos — dijo su mamá poniéndose un delantal.
Madre e hijo mezclaron las cosas en el orden que decía la receta y Martín comenzó a sentir que aquello era como las instrucciones de sus experimentos. En su cabeza, la cocina no era más que otro lugar para crear cambios físicos y químicos. Es por eso que para cuando terminaron de hacer la mezcla de las galletas y la de las tortitas, supo que al cortarlas con el molde en forma de hombrecito estaba haciéndoles un cambio físico.
— ¿Ahora debemos meterlas en el horno? — preguntó Martín con ganas de poder comer una de las primeras galletas, pues las de jengibre eran sus favoritas después de las de chocolate.
— Sí, voy a meterlas con cuidado ya que el horno está muy caliente.
— Alta temperatura, ¿no? — dijo Martín emocionado.
— ¡Exacto! El fuego hace que todo este calor aumente la temperatura dentro del horno — asintió su mamá con una sonrisa.
— Así que es por eso que las galletas se cocinan y cambian químicamente al entrar — dijo Martin pensativo.
Ambos esperaron treinta minutos a que sus deliciosas creaciones estuvieran listas mientras lavaban y guardaban los utensilios que habían utilizado para hacerlas. Finalmente, cuando el cronómetro les avisó que estaban listas, la mamá de Martín retiró la bandeja y la dejó sobre la mesada. ¡Se veían increíbles!
Para cuando estos se enfriaron Martín agarró uno de los hombrecitos de tortita y no pudo evitar pensar que era chistoso lo blandito que era. Intentó ponerlo de pie sobre la mesa pero sus pequeñas piernas se doblaron hacia atrás y se cayó. Luego intentó lo mismo con el de jengibre pero esta vez, ¡sí se mantuvo de pie! Una loca idea acudió a su cabeza. El hombre de jengibre, rígido pero capaz de mantenerse a sí mismo, era como los huesos del cuerpo humano, mientras que el hombrecito de tortita era elástico y maleable como los músculos. Martín intentó doblar el brazo del hombre de jengibre pero se rompió. ¡Por eso necesitába de ambos: huesos y músculos!
— ¿Qué tal están? — preguntó su mamá.
— ¡Saben genial! —exclamó Martín.
— Me alegra oír eso, pero ¿no te parece que esos hombrecitos se ven algo aburridos? Deberíamos decorarlos — dijo ella al fin.
Juntos, dibujaron sonrisas y ropas navideñas con el glaseado. Y luego los dejaron reposar en la heladera para que sus decoraciones se solidificasen.
Una hora más tarde, llegaron Sol y Mateo juntos vieron una película navideña mientras tomaban chocolate caliente. Para cuando la película terminó, todavía faltaba bastante tiempo para la hora de la cena, por lo que decidieron que era hora de jugar a algo, pero ¿a qué?
— ¿Jugamos con mis autitos? — preguntó Mateo.
— A mí no me gustan — dijo Sol —. Es a lo único que jugamos en casa, ¡hagamos otra cosa!
— ¡Ya sé! — exclamó Martín de repente al ver los vasos de plástico sobre la mesa —. ¡Hagamos un teléfono!
— ¿Qué cosa? — preguntó Sol extrañada.
— ¿Cómo vamos a hacer eso? — dijo Mateo sin creer lo que su primo decía.
— Simple, sólo tenemos que seguir las instrucciones de una de mis revistas — dijo Martín.
Los tres niños fueron a la habitación de Martín y este sacó de su estantería una revista de experimentos. Luego, tras buscar entre sus páginas, les mostró la imagen de dos niños con un vaso sobre la oreja.
— ¿Cómo puede ser eso un teléfono? — preguntó Mateo.
— Cuando hablamos emitimos ondas sonoras. Estas ondas hacen vibrar el fondo de los vasos de plástico. Es por lo que podemos oírnos incluso a través de un vaso. Para eso tenemos que unirlos con un hilo de lana.
— ¡Hagámoslo! — dijo Mateo emocionado.
Cada uno agarró dos vasos y lo primero que hicieron fue hacer un pequeño agujero en el centro de la base de cada uno. Después, cogieron el hilo de lana y lo pasaron por el agujero del ambos vasos haciendo nudos en los extremos.
— ¡Ahora sí! — dijo Martín dándole uno de sus vasos a Sol.
— ¿Me escuchas? — ella susurró.
— ¡Te escucho! — dijo Martín.
— Martín, coge uno de los míos — pidió Mateo y así lo hizo su primo científico.
— ¡Holaaaa! — susurró Martín haciendo que Mateo abriera sus ojos de sorpresa. ¡Sí se escuchaba!
Por fin, la tía de Martín los llamó para cenar y recibieron la Navidad todos juntos.