Un lunes, cuando Martín regresó de la escuela en el autobús, notó algo a lo que nunca antes le había prestado atención.
— ¿Cómo te fue hoy, hijo? — preguntó su mamá.
— Bien, pero hay algo que no entiendo. Hoy venía en el autobús casi dormido en un asiento, y frenó de repente. ¡Del impulso casi termino sentado en el suelo! — exclamó el niño.
Su madre lo miró preocupada.
— ¿Estás bien? ¿Te has lastimado?
— Estoy bien, pero las personas que estaban de pie terminaron todos apretados contra el chofer — dijo Martín.
— ¿Y cuál es tu duda? — preguntó su mamá.
— No encuentro el por qué sucedió eso.
— ¡Eso es por la ley de la inercia! — dijo la mamá de Martín.
— ¿La ley de la inercia? — preguntó él.
— Para cambiar la velocidad de un objeto, es necesario aplicarle una fuerza. Un objeto que está en reposo o quieto va a seguir así a menos que apliquemos una fuerza en él. En cambio, si está en movimiento, va a seguir en movimiento a menos que le apliquemos otra fuerza — explicó su mamá.
— Pero yo estaba quieto, ¿por qué me moví hacia adelante? — preguntó Martín confundido.
— Pero tu no ibas en reposo — dijo ella.
— Sí, te dije que iba casi dormido — repitió Martín.
— Puede ser, pero estabas dentro de un autobús que estaba moviéndose. La fuerza que hizo que frenara, fue la misma que hizo que te movieras.
— ¿Y qué pasa si hay un objeto en movimiento y no hay ninguna fuerza que lo frene? — preguntó Martín.
— Entonces va a continuar a una velocidad constante.