El pueblo habría de esperar, sin embargo, catorce días para poder utilizar tan rápido y moderno medio de transporte. El 31 de octubre, el Metro de Madrid abría sus puertas y sus taquillas. La expectación entre los ciudadanos era tal,que la Compañía hizo publicar anuncios en los periódicos para prevenir posibles accidentes como consecuencia de probables tumultos. El aviso advertía que únicamente se abrirían al servicio las estaciones terminales de Cuatro Caminos y Puerta del Sol, sin paradas intermedias y con velocidad moderada.
Ese día, el primer tren salió de Cuatro Caminos a las seis y media de la mañana, y de la Puerta del Sol a las siete menos veinte; desde esta estación saldría el último convoy a las dos de la madrugada. La frecuencia de los trenes fue de seis minutos y la idea era ir abriendo las estaciones intermedias a medida que el público se fuera acostumbrando a tan novedoso medio de transporte.
La afluencia fue enorme. Llovía y hacía un frío de mil demonios, pero la muchedumbre no se arredró, esperando paciente y curiosa su turno en las largas colas que serpenteaban por las aceras de las dos plazas.
Trescientos noventa trenes recorrieron la línea ese primer día, el número de viajeros llegó a cincuenta y seis mil doscientos veinte que pagaron quince céntimos por billete, y la recaudación obtenida alcanzó las ocho mil cuatrocientas treinta y tres pesetas.
Como curiosidad comentar que dos incidentes empañaron la jornada: un cortocircuito produjo el cese de fluido eléctrico durante unos minutos -suponemos interminables para los viajeros que se encontraban por primera vez en el interior de los vagones -, y la acción involuntaria de un viajero que, en la confusión de las apreturas, rompió involuntariamente el cristal de una ventanilla y se hirió en una mano.